Hubo una vez en la existencia del Estado Coahuila de Zaragoza en México, una mujer de nombre María de la Luz Guzmán. Era joven y de aspecto sencillo, diariamente se afanaba en las tareas hogareñas combinando así su labor de madre, quién educaba a su pequeña hija María de los Ángeles. En aquél pueblo con calles de tierra y casas humildes alejadas entre si de los vecinos; ella misma comenzaba a instruir a la pequeña niña en su aprendizaje de números, vocales y colores.
Aquella noche de calor insoportable, cuando el sudor parece que se destila del cuerpo cual esponja repleta de agua, la luz del quinqué alumbraba destellando su luz por el interior del jacal, María de la Luz sacaba las últimas gordas de maíz cocidas sobre la lámina que la hacía de estufa, sobre unas grandes piedras donde se guarecían leños encendidos. Después de colocar las gordas envueltas en un secador de manta, sobre la mesa formada de tablas que hace dos canículas, Nieves, su marido, había clavado y tallado cuidadosamente para usarla a diario en la cocina. Da un beso en la mejilla de la pequeña que yacía sobre el colchón, a medio dormir bajo la sábana blanca ya traslucida por el uso de varios años. La madre sentada en la silla de ixtle junto a la mesa que sostenía el quinqué y envuelta en su rebozo, esperaba paciente la llegada de su marido para servirle los frijoles de olla con cilantro que había preparado para la cena. No se le ocurre más que entonar en voz alta un rezo ya conocido, que la misma niña adormilada sigue inconscientemente:
Padre nuestro que estas en el cielo.
Santificado sea tú nombre.
Venga a nosotros tu reino…
No alcanzó a terminar su oración porque unos golpes en la puerta la sacaron de súbito de su actividad. Llamaban con desesperación que instintivamente tomó un jarro de barro que estaba a la mano, en actitud de defensa. Después de preguntar quién acudía ante su puerta, conoció la voz de Don Melquíades, un amigo de su esposo, quién insistía en que la mujer le abriera la puerta porque llevaba noticias muy graves respecto a su marido.
Al escuchar aquello, María de la Luz soltó el jarro y abrió apresuradamente la puerta, y Melquíades penetra con prisa. Alarmada cuestiona a Don Melquíades sobre dichas noticias sobre su marido, que ni siquiera se detuvo a razonar sobre lo mal visto que era en aquel pueblo que un hombre entrara al hogar con una mujer sin estar presente el hombre de la casa. El hombre apresurado narra que Nieves ha sido golpeado brutalmente en la cantina del pueblo y que se encontraba en estado deplorable por los golpes recibidos.
No hubo tiempo de más cuestionamientos, una fuerza brutal derribo la puerta del jacal, y hecho una furia convertida en un grito: ¡Así los quería agarrar!, entra Nieves, el esposo de María de la Luz golpeando a la mujer y llenándola de injurias. Don Melquíades sin más había desaparecido, dejando en aquél cuadro a un hombre pegándole una tunda a su esposa, acusándola de adulterio, mientras una pequeña niña de cinco años lloraba sobre la cama.
Rápido corrió el rumor por el pueblo de Villa de Rosales, que María de la Luz Guzmán, había sido infiel a su marido Nieves, la imagen de aquella joven mujer era sinónimo de pecado y de vulgaridad ante las conciencias conservadoras de aquella comunidad. Fue echada del jacal a empujones propinados por Nieves Saucedo, el esposo engañado. Y a gritos y golpes le espetó en la cara que jamás volvería a ver a su hija.
Sin poder creer lo que le estaba ocurriendo sacudió su vestido y levantándose se dirigió llorando camino a sus familiares, quienes sin comprender lo sucedido concedieron acoger a su hija acusada.
Los hechos fueron a parar ante las autoridades municipales donde habiendo encontrado en el acto bochornoso a la mujer con su amante; se le concedía al padre la custodia de su hija, negándosele cualquier privilegio como madre a María de la Luz.
Ante tal resolución, la joven mujer con el rebozo sobre su cabeza, baja sollozando las escaleras de salida de la presidencia municipal del pueblo. En la calle se encuentra con sus padres que esperaban el veredicto de la sentencia legal, quienes al ver lo acontecido niegan rotundamente el apoyo a su hija, haciéndole saber de la vergüenza que había derramado sobre su familia. El dolor de María de la Luz crece con esta situación, no podía comprender aún como es que le ocurría tal cosa, a ella que de un día para otro se encontraba en medio de un túnel, sin salida.
No le dolía nada más que separarse para siempre de su hija y las palabras de sus padres quienes renegaban de haberle dado la vida. No encontró consuelo ni con sus propios hermanos.
Las murmuraciones del pueblo se hacen intensas y María de la Luz se hace blanco de comentarios y palabras ofensivas a su paso, que a veces se transformaban en duras piedras que iban a estrellarse en alguna parte de su cuerpo que no lograba esquivar de las agresiones. Los hombres más perversos lanzaban obscenidades a su paso y llegó al grado de ser despedida groseramente de la iglesia a medio sermón que profería el sacerdote interrumpiéndolo al percatarse de su presencia en el recinto. No pudo más y busco fugarse de toda esa maldición para ella, decidió hacerse invisible y fue así que concluyó desaparecer de la presencia de toda esa gente. Huyó al monte.
Toda una noche pasó llorando sobre una piedra, sin más luz que el brillo de la luna, rodeada de mezquites y huizaches. Sobre el polvo aún caliente en medio de vegetación, sin un alma humana cerca. La soledad se hace presente en los momentos más tristes de María de la Luz, las horas transcurren rodeadas de llanto, hasta que el cansancio de las lágrimas la hace dormir.
En la madrugada despierta, sacude sus ropas y emprende camino a su jacal, con una firme decisión rondando su cabeza, recuperar a toda costa a su hija, sin importar la opinión de sus padres, ni de su esposo, aun sin importar los rumores de la gente, ella decide tener a su hija cerca. Más sin embargo cuando llega se da cuenta que todo está en completo silencio, entra con sigilo sólo para descubrir que el jacal estaba medio vacío, se habían llevado lo más indispensable. María de la Luz se sienta en el quicio de la puerta pero no llora, solo piensa.
Camina de regreso al monte, empujando con todas sus fuerzas una carretilla en la cual lleva herramientas que logró recuperar de su jacal, así como algo de ropa y cobijas. Avanza con la mirada hacia el infinito, empujada por el orgullo de seguir adelante y algún día recuperar a su hija, a su lado va pasando arboles y vegetación, se interna en su refugio de campo.
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*Narraciones familiares.
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